Hoy en día, pertenecer a la clase alta o media ya no es sinónimo de lucidez, intelecto o agilidad mental, como lo fue en otras épocas. Antes, la élite social solía estar compuesta por personas con una sólida formación académica y una mente despierta, diferenciándose notablemente de quienes realizaban trabajos manuales, como los picapedreros.
Sin embargo, en la actualidad, la educación ha perdido relevancia para muchas personas. Los conocimientos adquiridos en la escuela a menudo quedan en el olvido y, como consecuencia, la sociedad experimenta un preocupante embrutecimiento y una imbecilización generalizada.
La tecnología ha aliviado al ser humano de realizar esfuerzos intelectuales, delegando tareas mentales a dispositivos electrónicos. Esto ha provocado un declive en la disciplina y la capacidad de sacrificio, valores esenciales para alcanzar cualquier meta. Cada vez es más común encontrar individuos limitados a su propio ámbito de conocimiento, sin interés ni capacidad para desenvolverse en otros terrenos.
Además, todo está mercantilizado y vacío de contenido real. El periodismo, por ejemplo, se ha convertido en una herramienta domesticada y asalariada, dejando atrás la esencia de la investigación independiente. La medicina no escapa a esta tendencia: los médicos actuales parecen más preocupados por su prestigio y salario que por seguir el espíritu hipocrático de velar por la salud de sus pacientes.
En el ámbito político, la élite gobernante parece estar compuesta por incompetentes o por individuos carentes de voluntad para mejorar la situación de sus países. En lugar de generar riqueza, optan por el camino fácil: recortar derechos y aumentar impuestos.
La literatura también refleja este declive. Hoy en día, proliferan novelas de evasión, de lectura sencilla, que poco aportan al intelecto, con excepción de obras maestras como El Quijote de Cervantes, que sí transmiten un mensaje profundo. Se busca más el reconocimiento y el prestigio que la trascendencia real de las ideas.
La ciencia, por su parte, está controlada por el poder y parece incapaz de superar los límites impuestos por la propia humanidad. Mientras no resuelva los problemas fundamentales —hambre, desnutrición, salud, educación, miseria e inmigraciones forzadas—, seguirá siendo una prisionera de su propia falta de propósito.
Y en medio de este caos, está el viajero del tiempo. No se rinde, sonríe como mecanismo de defensa y avanza con determinación, siguiendo su propio plan de conciencia. Incluso ante el rechazo, persevera, lucha y sigue adelante. Su meta es su cosecha, que dependerá de la tierra en la que siembre: pedregales o pastizales. Pero insiste, porque llenar su vida de sentido es la única forma de resistir en un mundo sumido en una constante malaria existencial.
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