
Otoño: La Transición que Enmarca la Nostalgia y los Cambios Climáticos

El otoño es una de las cuatro estaciones del año de las zonas templadas (subsigue al verano y antecede al invierno), y de las dos estaciones de la zona intertropical.
Astronómicamente, comienza con el equinoccio de otoño (alrededor del 22 o 23 de septiembre en el hemisferio norte y del 20 o 21 de marzo en el hemisferio sur) y termina con el solsticio de invierno (alrededor del 21 o 22 de diciembre en el hemisferio boreal y del 20 o 21 de junio en el hemisferio austral). En la zona intertropical boreal comienza el 22 o 23 de septiembre hasta el 19 o 20 de marzo y en la zona intertropical austral va desde el 19 o 20 de marzo hasta el 22 o 23 de septiembre, abarcando nueve meses. Fuera de la zona intertropical, esta estación se suele asociar a un período de transición meteorológica, de temperatura suave relativamente y opuesto a la primavera, conocido como «entretiempo».
Sin embargo, habitualmente se conoce como otoño al período que comprende los meses de septiembre, octubre y noviembre en el hemisferio norte y marzo, abril y mayo en el hemisferio sur.
Durante este siglo XXI los cambios en las condiciones climáticas y atmosféricas causados por el calentamiento global han generado alteraciones en los cambios estacionarios, incluido el tránsito del verano al otoño.
Lo perteneciente o relativo al otoño, y lo propio del mismo, se conoce como «otoñal» o «autumnal».
Fuera de la definición dada por la Wikipedia, digamos más o menos académica, el otoño es para mi y sin dudarlo, la mejor estación del año. Van desapareciendo las altas temperaturas del verano que hasta hace nada nos atormentaban, a mi y a mi bolsillo, pues algo que nunca imaginamos en nuestra niñez, es que el frescor diario cuesta dinero y mucho (este año menos que el anterior), tal vez porque entonces no sabíamos que era el aire acondicionado y porque ni siquiera parábamos a reparar en si hacía mucho o poco calor, en una vida que se repartía entre mañanas de deberes escolares y juegos a la sombra de un patio y un limonero, una siesta (que no se dormía y se hacía larguísima) y una calle llena de juegos hasta la hora de la cena, en la que el silbido característico de mi padre, me reclamaba para sentarme a la mesa, la más de las noches, preparada en el jardín bajo el jazminero, aroma que junto con el galán de noche del vecino, inundaba todo el ambiente,
El otoño era para mi la vuelta al colegio, ansiada desde el mismo día en que nos daban las vacaciones de verano y septiembre olía entonces a libros nuevos, primero esa Enciclopedia Universal que era el único texto hasta el comienzo del bachiller elemental y ya en este último, los libros correspondientes a cada asignatura. Tocaba entonces forrar los libros y estrenar cartera (la mochila era entonces cosa de aguerridos exploradores) y aquellos plumieres de madera, entre los que el de “dos pisos” era sin duda la estrella, más tarde llegarían los estuches, llenos de maravillas tales como pinturas, reglas, escuadras y sacapuntas.
Pero el otoño otoño de verdad, era en octubre. Guardo mil recuerdos de aquellos octubres esperados desde primaria, de babero a rayas azules y siempre con esa medalla de empollón en el pecho, hasta el final del bachillerato. La primera imagen que siempre me viene a la cabeza es la de mi abuela, sentada como de costumbre en el jardín, con su sempiterno negro en la ropa (nunca conocí a mi abuela con otro color) y su sonrisa y abrazo al llegar a casa. Le daban sombra al jardín, un jazminero que cubría toda la entrada, desde la calle hasta la casa y un palosanto lleno de caquis y cuyas hojas, a esta altura del otoño ya habían menguado considerablemente. Los caquis eran de la variedad que se conocen como tomateros, esos dulces y rojos frutos que se cogían ya maduros y que yo siempre he comido con cucharita y recuerdo que para mi era un placer el verlos madurar día a día.
En octubre cambiaba el tono del sol y el color del cielo, el sol se volvía algo más amarillento y el cielo desvaía algo ese azul que lo caracteriza. Era también mes de lluvias y por lo tanto de botas de agua, ese calzado, entonces negro, como la ropa de la abuela y que nos permitía pasar por todos los charcos que salían a nuestro encuentro, a veces hasta de algunos que sobrepasaban el alto de la bota y llenaban esta del agua del mismo, con el consiguiente rapapolvo al llegar a casa y como no, las risas de los que te acompañaban.
Era también el mes en que, ya acortado el día, se limitaban los terrenos de juego, pues una vez entrada la noche, tan solo la calle era territorio permitido. Las cenas en el jardín terminaban y se volvía a la mesa de la sala de estar, la abuela, fiel a sus costumbres, se acostaba antes, ya que solía hacerlo poco después del anochecer, mientras que Matilde, Perico y Periquín y las aventuras del capitán Tesa, marcaban en la radio la hora de ir a la cama.
Las mañanas frescas que ya iban anunciando la inminente puesta de calcetines largos (el pantalón corto duraba bastantes años) y ya la entrada en la panadería de la señora Inés, a por el pan de cada día, incluido el de mi almuerzo, era ya algo agradable debido a ese ambiente tibio de la misma. Era tiempo entonces de bocadillos con fundamento, nada de bollería preparada y si no había fundamento, pues pan, aceite y sal y a otra cosa, mariposa.
Hoy, ya pasados los años, muchos años, tal vez demasiados, vuelvo la vista atrás en días como el de hoy, días de octubre, frescos, sin caquis, sin abuela, sin jardín y sin tantas cosas que se fueron quedando por el camino, mientras ganaba altura y perdía inocencia y entonces, solo yo sé todo lo que daría por poder volver a aquellos días de la infancia mas dulce, con mi abuela, mi caqui y mis aventuras del capitán Tesa.
©Fernando García Aleixandre, 15.10.2024
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