Monterrey es, en La Hacienda de la Soledad, el núcleo de esta búsqueda que Montes ha convertido en estudio antropológico, lingüístico, social, ideológico, económico, sostenido a través de la magia, de un realismo capaz de salirse de él mismo y ser otro, el del invento. |
1 Un largo silencio, auspiciado por el narrador, interrumpe una aceptación: el “sí” que haría posible una boda. Y mientras la voz responde, la que sucumbe a la petición, ocurren los eventos de una novela/poema en la que el campo que respiran los personajes y Monterrey, la bella ciudad mexicana, conforman el entramado mítico de una sociedad en permanente movimiento: actantes a través de sus mogotes, caminos espinosos y desérticos, sombras arboladas, de sus calles, a través de sujetos que se desdibujan y vuelven a aparecer para darle alcance a un tiempo que también se rebela contra el lector, quien se ve obligado a trasladar su imaginación para no ser alcanzado por la conjugación continua de un relato y la desmesura de descripciones, propias de un narrador que descubre —o encubre— con pasión el rostro de los paisajes que viajan de un espacio a otro en una realidad ficcionada. Más allá de la topografía que indica el título, se trata de un mosaico estructurado, una trama tejida con una diversidad de situaciones. Esta novela —alega ser un poema— de Felipe Montes suscita muchas indagaciones. Es una pieza en permanente movimiento. Se mueven no solo personajes sino los diferentes sitios que se hacen ciudad en los pasos y escondrijos de quienes vagan o divagan por sus líneas. La Hacienda de la Soledad es una novela viva, que se respira en la medida en que los actantes convocan nuevas anécdotas. Es una novela donde se activan dos geografías, dos instantes. El campo y la ciudad, pero más allá de la canonización de la geografía se revela una estructura en la que el narrador se traslada y promueve en los personajes nuevas caras. Las máscaras de las calles, las diferentes facetas de la miseria, así como la degradación de los espacios: de pronto una avenida, un parque y luego un caserón en escombros. La simbología se apresta para suministrarle al lector la posibilidad de desengañarse. Más que una novela cuyo rigor complazca peticiones, es un mosaico de historias, ficciones que se entrelazan para conformar un mapa de transgresiones. El narrador muchas veces es arropado por sus propios personajes. Es decir, se confirma como fantasma o sujeto transparentado, hecho rostro ajeno en algunos de los actantes/fantasmas/ángeles que construye en la medida en que avanza la narración cargada de datos, conjugaciones, sustantivos tan mexicanos como la adjetivación a la que a veces se reduce la mirada de quien deja de ser una sombra anónima. 2 Ningún personaje es imposible. La ciudad los crea. Y ellos, los actantes, inventan la ciudad, su mapa, sus direcciones, los nombres de las calles y avenidas, tan particularmente insistentes que la multiplican. Desde la intemperie salvaje del campo hasta la también intemperie salvaje de la ciudad, la diferencia es el tono de la mirada, la tensión del desplazamiento. Cada sujeto es una ciudad. Ella se incorpora a través de las más elementales necesidades, las fisiológicas y las afectivas. Por eso Monterrey es el núcleo de esta búsqueda que Montes ha convertido en estudio antropológico, lingüístico, social, ideológico, económico, sostenido a través de la magia, de un realismo capaz de salirse de él mismo y ser otro, el del invento, el de la incorporación de personajes que ambulan por el mundo imaginado de los mismos personajes, acompañados de sombras, presencias de otro mundo: existe toda una cultura en la que los muertos, los fantasmas, los demonios y demás representaciones acuden y recurren a la realidad como símbolos que hacen posible a quienes mueven los hilos de esta historia. O de la historia como objeto de búsqueda. Son personajes modelos —¿arquetipales?— en cuanto representaciones: ángeles, muertos, niños abandonados, peones que destacan su fuerza telúrica en medio de una vertebración onírica, sujetos a milagros, revelaciones y asombros. Más allá de la topografía que indica el título, se trata de un mosaico estructurado, una trama tejida con una diversidad de situaciones, acuñada con breves apariciones, narraciones, anécdotas que van armando todo el tinglado de un drama que forma parte del espíritu de las ciudades, del campo de donde emergen muchos de los miedos, fuerzas y tentaciones que luego son vaciados en el espíritu de quienes habitan ese universo. Podría decirse que se trata de un conflicto entre ambas geografías, que logran sumarse para dar cuenta del alma de una comunidad de almas que habitan montes, calles, casas, ruinas en una develación de la miseria, pero también de la fortaleza de quienes como sombras cruzan por estas páginas. Podría también afirmarse de un conflicto entre realidad y magia para fundirse en una sola versión, de una sola lectura capaz de ensimismar al lector. Esta novela también se puede leer como una pesadilla. Una pesadilla que se puede conjugar en presente, sin olvidar que todo presente tuvo un pasado y la posibilidad de un futuro. 3 Suele ser el mito quien salva la realidad o, al menos, la explicación de su desarrollo como sensación cognitiva. Y en este caso, el mito está fundado en el origen, en lo que podría afirmarse representan las imágenes aquí mostradas por el narrador y por los mismos personajes. La sensación apocalíptica, el desorden del mundo, la desigualdad social, la injusticia, la aparición de figuras no humanas que revelan una simbología desbordante. En tal sentido, Northrop Frye, en Anatomía de la crítica (Monte Ávila Editores; Caracas, Venezuela, 1977; p. 495) destaca lo siguiente, a riesgo de que la cita parezca no congruente, pero que se aproxima al cuadro que nos presenta esta novela: El mundo apocalíptico, el cielo de la religión, presenta, en primer lugar, las categorías de la realidad según las formas del deseo humano, tal como están indicadas por las formas que asumen bajo la acción de la civilización humana. La forma impuesta por el trabajo y el deseo humanos al mundo “vegetal”, por ejemplo, es la del jardín, la finca, el huerto o el parque. La forma humana del mundo “animal” es un mundo de animales domésticos, en que la oveja goza de tradicional prioridad, tanto en la metáfora clásica como en la cristiana. La forma humana del mundo “mineral”, la forma en que el trabajo humano transforma la piedra, es la ciudad. La ciudad, el jardín y el redil son las metáforas organizadoras de la Biblia y de la mayor parte del simbolismo cristiano, y son llevadas a su completa identificación metafórica en el libro explícitamente llamado Apocalipsis o Revelación… En nuestro caso, la ciudad de Monterrey, acosada por la presencia fantasmal de humanos y no humanos, es un constructo de esta metáfora. Desde el campo, desde la tradición “vegetal” de nuestros pueblos hacia la tradición productiva, “mineral” que ha provocado el deslave de las ciudades muy pobladas de seres humillados, ofendidos, fantasmales, diabólicos, angelicales, etc. Y la gran revelación está, precisamente, en el movimiento compulsivo de quienes son sujetos de narración: el mundo es una recreación mágica de la realidad, del desorden de esa realidad. 4 Esta novela también se puede leer como una pesadilla. Es decir, lo que en ella ocurre es una traducción de una realidad convulsiva: todo lo que en ella pasa, acontece dentro de una recitación en la que no faltan sobresaltos, tensiones, miedos, terror (los perros son personajes recurrentes). Como toda pesadilla, esta no tiene límites, como la misma geografía donde suceden los hechos. La narración está hecha en la medida de su ilimitada “transcurrencia”. Una pesadilla que se puede conjugar en presente, sin olvidar que todo presente tuvo un pasado y la posibilidad de un futuro. En todo caso, al mirar el retrato de los actantes el lector se hace a la idea de que el bien y el mal forman parte de un mundo de monstruos en una ciudad donde caminar significa trazar el mundo en un instante, para luego borrarlo. La dinámica de la narración recrea espacios inestables: si la geografía se mueve y es un espacio, la narración también. |
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