Los latinos tenemos en la sangre la afición a los muertos. Las momias ejercen tal fascinación que se custodian y exhiben en olor de multitudes. En Sevilla, que yo sepa, tenemos tres visitables: San Fernando, Santa Ángela y Doña María Coronel; y todas con llenazo de aforo el día de visita. Tenemos la curiosidad morbosa de saber cómo actúa el tiempo sobre un cadáver; por qué unos se preservan mejor que otros, y sobre todo qué impresión va a causarnos contemplarlo.
De niña recorría a diario la avenida de la Constitución cuando todavía era la de José Antonio, y la curiosidad me llevaba a atisbar por las ventanas bajas de la catedral unos sarcófagos antiquísimos, cubiertos de una espesa capa de polvo. Años más tarde tendría la oportunidad de visitar los sótanos -excepcional privilegio que debo a Fernando Rollán Alonso-, y comprobar in situ la fascinación que ejerce sobre el ánimo el ambiente de la muerte en reposo, la oscuridad, el silencio, el olor de los siglos estancados…
Este respeto que causan las tumbas se multiplica por dos si albergan un cadáver ilustre o misterioso. Reconozcamos que media España -por no decir casi toda- querría saber cómo ha soportado Franco estos cuarenta y cinco años; sobre todo los que crecimos con esa última imagen de la capilla ardiente grabada en la memoria. Si realmente se ha podido tomar cualquier tipo de imagen del momento en que se llevó a cabo la apertura del féretro sería sin duda la imagen más rentable de la Historia de España. Habría quien deseara ver los restos destruidos, como habría quien esperase que hubieran permanecido en olor de santidad… pero unos y otros se sentirían tentados de comprobarlo, ya que no con los propios ojos, al menos por los medios que ofrece la tecnología.
El asunto de la exhumación de Franco ha sacado a la luz mucho más que un cadáver histórico. Al comenzar este artículo decía que esto de remover muertos nos remueve también la sangre, y ahora viene bien añadir que además nos remueve la memoria. Se han desenpolvado antiguas fotografías del 36, cuando a los milicianos les dió por profanar tumbas de religiosos y posar entre esqueletos y momias en actitud canallesca. Treinta años atrás me había causado gran impresión verlas en la ‘Enciclopedia del siglo XX’, pero entonces confiaba en que los senderos de la democracia terminarían por desterrarlas del recuerdo. Era ésta una esperanza común en mi generación, la de que los viejos odios se enterrasen como se entierra a los muertos. Entre aquellos milicianos se veía quién disfrutaba y quién observaba desde la distancia que impone el respeto, porque los habría creyentes; los habría horrorizados ante el salvajismo… Hubo mucha gente atrapada por la guerra en el bando donde no quería estar, obligada a contemplar e incluso a participar en atrocidades. Entre la turba profanadora habría quien estuviera lejos de los instintos primarios que surgen del odio y de la incultura, y contemplara asombrado cómo se aireaban los huesos hasta de Carlos V y Calderón de la Barca, que nada tenían que ver con Repúblicas ni con santos.

La gente de mi generación tiene mucho en común con aquella que se vió arrastrada por las circunstancias. La Historia sigue un ciclo permanente, y no hay cosa que propicie más el giro de la rueda como su desconocimiento o adulteración. Los efectos de la adulteración de la Historia se están haciendo presentes en Cataluña, donde miles de personas adoctrinadas durante cuatro generaciones toman las calles convencidas de estar en la razón. ¿Y quién para ahora eso? No hay que ser experto en Historia para darnos cuenta de que volvemos al 36; incluso en la manía de sacar a los muertos a que les dé el aire. El problema es que cuando a los muertos les vuelve a dar la luz se desencadena lo que entendemos por ‘mala sombra’. La muerte, por mucha curiosidad que despierte, hay que observarla de lejos; y más en España, donde somos tan tremendos; porque puestos a desenterrar huesos cabe plantearse por qué todas las miras de la memoria histórica se dirigen hacia el mismo lado. Si no caemos en adulterar la Historia a la Pasionaria habría que sacarla de su tumba en carretilla; luego otros sacarían a Queipo de la Macarena; los contrarios a Carrillo de donde sea que esté enterrado, y de muerto en muerto llegaríamos a los Reyes Católicos o al hombre de Atapuerca.